Víctor Borrego
Texto de Catálogo. The Searchers, 2023
Shown at Sala Ático, Palacio de los Condes de Gabia, Granada
NORTE
Quien hoy adopta en serio la responsabilidad de escribir sobre usted debería hacerlo de modo tal que no se conforme con extraer burdamente lo que usted, con perspicaz ternura, ha escondido de su obra, sino aquello que la obra esconde por sí misma.
Theodor Adorno; Thomas Mann: Correspondencia 1943-1955
«La poesía —escribe José María Valverde a propósito de Machado— tiene dos momentos, dos direcciones, a menudo entreveradas simultáneamente; una, es construcción, creación de objetos más perennes que el bronce; la otra es introducción al silencio, aprendizaje del buen callar. El cruce de estos dos caminos opuestos forma la íntima y polémica contradicción de la palabra humana»[1].
Así, este doble lenguaje que dice y se contra-dice a la vez, es capaz de restituir con mayor exactitud la integridad de ese estar y no estar del objeto evocado por la imagen, arrastrando, de paso, el indeterminado ser o no ser del espectador que la confronta; como el doble haz de un holograma que logra que el objeto, aunque de forma espectral, se rehabilite en el espacio vacío de su propia ausencia.
Cuando admitimos que se han agotado los materiales, las ideas, las necesidades que nos impulsaban a seguir construyendo, poco a poco, nuestra pulsión de hacer se calma y, en su penúltimo acto de creación sigue la inercia de la expresión, sin otra intención que la de agotar a la propia expresión en su inconsistencia. El lenguaje se repliega sobre los primeros gestos y la conciencia asiste sin intervenir a esta pacífica demolición de la cultura, a esta regresión hacia una mente no simbólica, de significados inmediatos, que los nuevos medios precipitan.
Sobre Ernst Jandl escribía Bartolomé Ferrando con aprecio y admiración. Encontré su poemario en mi mesilla, bajo el montón de libros que leo y olvido según voy leyendo, al despertarme, en un estado de semi-sueño. Lo abro al azar -página 143- casi al final del libro:
Hoja en blanco / Te cubro / Con signos / Si pudieras sentir / Sentirías / Cuando te rasgo / Si pudieras saber / Sabrías / Cuando te rasgo / Si pudieras pensar / Conocerías la razón[2]
La noche antes de la madrugada en la que leía el poema de Jandl, envíe un mensaje a Carlos pidiéndole algunas cosas que pudieran servirme como punto de partida para escribir sobre su trabajo. El «asunto» del mensaje era precisamente: «hoja en blanco». Consciente de la casualidad, doblé la esquina de la página para localizarla cuando estuviera más despierto y transcribirla. Pero las coincidencias no terminaban ahí… (hay algo en la literalidad de la poesía de Jandl, en su empeño en limitarse a describir lo que objetivamente constituye la sustancia misma de nuestras acciones; lo mensurable, con independencia de su propósito. Actitud creativa por anticreativa, comparable a la renuncia de Carlos a toda pretensión de expresar algo que no sea el hecho en sí de estar expresando algo, donde ese «algo» en cuestión, resulta irrelevante: «aprendizaje del buen callar». La negativa a comunicarse puede ser el medio de comunicación más potente; el lenguaje, capaz de contener su propio antídoto: el silencio; se toma a sí mismo como objeto a través de lo que calla.
SUR
Yo mismo… Haciéndome preguntas, haciéndome preguntas sobre mí mismo. En realidad, a lo mejor estoy exagerando. En realidad, no me estoy haciendo preguntas. Solamente estoy haciendo mi trabajo. Sólo estoy trabajando.
Jonas Mekas; As I Was Moving Ahead Occasionally I Saw Brief Glimpses of Beauty, 00:27: 54,643
Es algo más que un capricho, si bien mantiene la apariencia de un capricho. Si hubiera que buscarle una intención —aunque sea involuntaria— tendría algo que ver con rastrear el signo de estos tiempos, usándose a uno mismo de cobaya. Una forma de no caer en el ridículo es establecerse en él, practicar una ingenuidad presuntuosa, un ab-negación asertiva, neutralizar la ternura con una actitud «punky de postal lalalala!, punk de escaparate…»[3]. Basta un ligero cambio para que una imagen insubstancial despliegue su inmenso potencial irónico. Pero Carlos interrumpe el proceso antes de llegar a ese extremo y desactiva la imagen como un cartucho sin mecha o un papel atrapamoscas sin adhesivo. Más allá del humor, percibo en estas obras una especie de afable nihilismo, aunque no por ello menos áspero. Los materiales de partida podrían haber sido otros, pero en este caso se han tomado de la alquimia, el esoterismo, la cábala, la mística… y el lejano oeste.
En el borrador de su discurso de ingreso a la academia de la lengua, Antonio Machado aporta una «sensata» definición de poesía que atribuye al enfant d’honneur, monsieur de La Palice (equivalente francés al castellano «Pero Grullo»): «Si eliminamos de cuanto pretende ser poesía todo lo que, en realidad, no lo es, obtendremos como residuo una poesía limpia de toda impureza, la poesía pura que buscamos». El teatro de la pobreza de Grotowsky, consistía en despojar al teatro de todos aquellos elementos que no fueran propiamente teatrales. Los artistas de las primeras vanguardias compartían ese mismo empeño en valerse de su propia disciplina artística —ya fuera, pintura, escultura, arquitectura o música— prescindiendo de todo lo que no fuera específico de este arte. Es decir, eliminar de la pintura «lo no pictórico», de la escultura «lo no escultórico», etc. Con la confianza de que, al entendimiento, le es más asequible conocer lo que no es que lo que es. En esta búsqueda de las categorías puras, mediante la eliminación de todo lo que está de más, encontramos una afinidad con las proposiciones apofáticas (apofasko=apófemi, «decir no», «negar») que adoptará la teología negativa para referirse, desde la no-expresión, a lo inefable.
Un filósofo, como Merleau-Ponty, puede aprender de un pintor, como Cézanne, la naturaleza aporética que regula nuestra forma de percibir y reaccionar. Toda acción es consecuencia de un impulso y su contrario y, en su manifestarse, queda expresado ese conflicto de estar queriendo algo «como quién no quiere la cosa». Antinomias de la conciencia: el logro de expresar lo inexpresable ya es un síntoma de su fracaso. Y esto no tiene remedio, pues, hasta en su afán de contención, toda acción resulta exagerada. Entonces, a una conciencia despierta, solo le queda enredarse en una sucesión de decires y des-decires, de dichas y des-dichas, de sucesivas negaciones. O bien adoptar un estado límite de indiferencia, de autismo expresivo, en el que la dicción se impone como tarea la contra-dicción y la acción, la contra-acción; la cultura la contra-cultura y la pintura la contra-pintura. Pintar sin que se note que se pinta, pintar como quien rellena una solicitud. Pensar en los pintores como personas que comen, duermen, se enamoran, se mienten a sí mismos; a veces hábiles, a veces torpes, mezquinos o perfectamente idiotas; frágiles criaturas apremiadas por el instinto. Y quien dice pintores, dice científicos, profesores, clérigos, juristas, ministros… La permanente sospecha hacia lo que uno mismo pueda expresar de sí mismo, hace que un arte vivido como ansia extrema de autenticidad, llegue a ejercerse desde una inautenticidad deliberada. Delegando, en esa falta de implicación, la tarea de expresar la condición de duda absoluta que solo el colapso de una carcajada parece capaz de despresurizar.
El efecto apotropaico (apotrépein «alejarse») supone, frente a lo desconocido, la búsqueda de refugio en una acción ritual o en proveerse de un talismán que nos aporte una cierta sensación de seguridad. Lo apotropaico puede producirse también por omisión: dando un rodeo para evitar un peligro o confrontándolo mediante la creación de un doble. Entonces, podemos establecer una cierta analogía entre la teología negativa, que evita la expresión de lo divino[4], y las artes miméticas, al hacer tolerables nuestros más insoportables vértigos mediante inofensivos simulacros. Una prudente toma de distancia que permite hacer como si estuviéramos cara a cara con lo tremendo sin ponernos realmente a tiro… aunque esta pseudo-experiencia, aplaudida por que no hace daño a nadie, carece, en la misma medida, del efecto traumático y transformador de una verdadera iniciación. Este es el fracaso de su éxito.
Es necesario inventar nuevas técnicas, imposibles de reconocer, que no se asemejen a ninguna operación precedente, para evitar la puerilidad y el ridículo. Construirse un mundo propio, sin posibles comparaciones… para el que no existan medidas previas de juicio… que deben ser nuevas, como la técnica. Nadie debe comprender que el autor no vale nada, que es un idiota, un ser inferior, que, como un gusano, se retuerce y estira para sobrevivir. Nadie debe tacharlo de ingenuidad. Todo debe parecer perfecto, basado en reglas desconocidas… y, por lo tanto, no juzgables… todos deberán creer que no es el ardid de un incapaz… de un impotente, sino una decisión resuelta… impertérrita, altiva, y casi prepotente. Nadie debe saber que un trazo sale bien por casualidad… El autor es un idiota tembloroso, un desecho. Vive en el azar y el riesgo, avergonzado como un niño. Ha reducido su vida a la melancolía ridícula… de quien vive degradado por la impresión de algo perdido para siempre. [5]
ESTE
A finales del siglo XX, Flusser previó, con infalible clarividencia, el surgimiento de la sociedad de la información como infernal distopía, aunque, al mismo tiempo, animaba a un uso lúdico y artístico de los nuevos medios que posibilitaría una «sociedad telemática utópica» en la que las mentes disfrutarían de una satisfacción infinitamente renovada, de un orgasmo mental permanente. Una «sociedad de jugadores» dice, que han dejado de seguir el juego previsto por el programa y que, para evitar caer en nuevos espejismos, asumen la deriva de un mundo sin sentido, regido únicamente por el puro accidente, jugando «artísticamente» con los cientos de fragmentos disponibles de información que vienen a su encuentro, simplemente por estar expuestos a los medios[6]. Actuando como uno de tantos filtros implícitos en la red, seleccionamos, descomponiendo y componiendo nuevas unidades de sentido, hasta lograr una síntesis más o menos representativa de nuestra identidad, que devolvemos a la esfera social como una concreción de información novedosa —al menos por un tiempo— y que, a su vez, pueda ser desmenuzada en elementos combinables e incorporada como sustancia de la siguiente tirada de dados. Para que algo aporte información nueva —pues de eso se trata cuando nos encontramos inmersos en la mente colectiva— debe poseer la capacidad de producir algo altamente improbable, excepcional, un «Cisne negro», en el sentido descrito por Nassim Taleb. «La posibilidad de que algo nuevo ocurra, esto es —según Flusser— la creatividad». ¿Qué sentido tiene pintar —se pregunta Carlos— si ya existen los memes y TikTok? Nada aspira a un porvenir, la novedad es más que nada el modo en el que la memoria colectiva se perpetúa, como más de lo mismo, con rostros siempre distintos. Sin un más allá de la imagen, esta se actualiza y se destruye en cada acto de aprehensión. La conciencia, al perder su función de dar continuidad a una identidad, se sumerge en una suerte de inconsciencia; el sueño despierto de un durmiente entre durmientes…
Imitar el silencio de las «imágenes sintéticas», su vacío interior, puede recordarnos a esa aspiración a la ataraxia de los antiguos ascetas y sabios. La búsqueda de un estado de conciencia desinteresado, que Demócrito consideraba imprescindible para el conocimiento científico y que los místicos cultivaban como vía para experimentar la vacuidad y liberarse de la mentira de lo real y el sufrimiento que arrastra. Me refiero a los «antiguos» porque sospecho que practicar la ataraxia en estos tiempos, no significa lo mismo. Sobre todo, si se hace desde el territorio de un arte que parece atrapado en su juego de espejos, que marcha de lo patético a lo paródico, tranqueando a golpe de contradicción. De modo que, a una ascesis formal como la del minimalismo le sigue un postminimalismo paródico y a un modernismo, un posmodernismo que se ríe de la risa no riendo, imperturbable como Buster Keaton, con la actitud de un gran humorista que ya ni siquiera intenta hacer reír. Desierto de la expresión construido a conciencia, la nada como estética, nihilismo de marca, asepsia formal, atarse las manos a la espalda mientras el alma arde en su confinamiento. Puede que se trate simplemente de otro disfraz. Agotadas las máscaras, queda la posibilidad de usar el propio rostro como máscara: larvatus prodeo.
Todo es fugaz y, al mismo tiempo, nada se pierde; cada nueva información retorna a ese inmenso inconsciente digital del que surgió, a esa memoria informe que cada vez se parece más al gigantesco océano protoplasmático imaginado por Stanisław Lem en Solaris. Una psique sintética de proporciones galácticas, en la que estamos inmersos como seres culturales, y con la que resulta vano todo intento de comunicación real pues, como apunta Wittgenstein: «incluso si un león pudiera hablar no lo entenderíamos».
«Hombre blanco habla con lengua de serpiente», decía —si no me equivoco— el jefe Cochise.
Y OESTE
Si pudiera ser un indio, ahora mismo, y sobre un caballo a todo galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire, estremeciéndome sobre el suelo oscilante, hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas, y sólo viendo ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo.
Franz Kafka, El deseo de ser un indio
La película Dead Man de Jim Jarmusch inaugura el subgénero emergente, típicamente posmoderno del «acid western». El termino fue inventado por el crítico Jonathan Rosenbaum para referirse a una serie de películas que se apropian de la impecable estructura mitológica del wéstern clásico, combinándola con los excesos paródicos de Sergio Leone y una sensibilidad desencantada, afín a la contracultura de los 60. Su héroe (anti-héroe) —el acid cowboy— es equiparable, en la obra de Carlos, a la figura del artista contemporáneo, con sus incertidumbres y contradicciones; forzados ambos a la pérdida del estado de gracia que ocasiona un exceso de autoconsciencia. «La mayoría de la gente diría que asaltar un tren es una tarea complicada. Y bien, no es así; al contrario, es fácil… Si quieren ustedes comprobar qué partida de cobardes son la mayoría de los hombres, no tienen más que robar un tren de pasajeros» afirma uno de los vaqueros del genial escritor de relatos de oeste, O. Henry.[7]
En la penúltima escena de The Scenic Route de Mark Rappaport (1978), vemos desde atrás, en un primer plano, el pelo ensortijado por el viento de la protagonista, frente a un horizonte de mar, un día gris y ventoso, mientras una voz en off dice: «necesitaba nuevos mitos para mi vida, los viejos ya no funcionaban». Carlos me escribe para que le localice la referencia exacta de esta escena. En su mensaje escribe: «se veía quizás un horizonte, el mar, o una playa y se decía algo así como que la narrativa que se había estado contando a sí misma ya no le servía y necesitaba encontrar una nueva ficción en la que apoyarse, algo así». Básicamente, en su recuerdo, Carlos cambia mitos por ficciones. La referencia ya no se halla en lo universal sino en lo personal, el héroe del mito es desplazado por lo antihéroe de la ficción.
Detrás de la pantalla nada, como si todo el esfuerzo de la cultura convergiera en la oscuridad de esa nada. Deseo de un buen trampantojo de cartón-piedra que distraiga del abismo, un quitamiedos que atenúe el efecto de ese agujero negro. Llenar el vacío con cosas ayuda a mantener el tipo hasta el momento de la cabriola final del pistolero abatido en duelo. Frente al vacío, la desmesura. Finalmente; mito, ficción o realidad son ilusiones de una mente en caída libre… Desde mi estatus de no culpable, miro esa pantomima violenta, ese crimen al que me liga la impiedad de mi mirada clavada en el actor que finge la agonía de su personaje, mientras me dejo poseer por la sed de venganza del protagonista, emoción que no me pertenece pero que experimento como propia y justa. Como si mi mente fuera la que dirige la mano que pinta, sobre la pantalla negra, la danza de los que mueren y los que matan.[8]
Imagino la escena final de un wéstern; contraluz crepuscular; atravesando la inmensa llanura, un jinete solitario, seguro de sí mismo, sujetando con firmeza las riendas de su caballo, cabalgando contra el viento hacia ninguna parte. Como esos anuncios de Marlboro que fascinaban a Richard Prince, en los que supo descubrir la personificación del momento de éxtasis del consumidor, la epifanía latente bajo el juego de simulacros que la publicidad despliega con cierta inconsciencia. A la manera de los collages de fragmentos con los que Benjamin iba tejiendo su Libro de los pasajes; miles de citas a menudo triviales, extraídas de sus contextos y presentadas, una tras otra, como un gran mosaico que, visto como un todo, capta de una vez el calidoscópico rostro de la sociedad de su tiempo, la energía tras el deseo que el mercado excita y canaliza, adquiriendo de golpe una apariencia concreta. El vaquero, renuncia a su propia voluntad; asceta elemental que parece regirse por un voto de obediencia a no se sabe qué, monje profano devoto de una regla no escrita, pistolero mecánico que ejecuta bien su oficio, como el maestro alfarero que mueve sin pensar sus manos, según un íntimo automatismo adquirido en la rutina de la repetición. Igualmente, el pintor que se vale de la pintura para deshacerse de su vocación de pintor, para finiquitarla en su obstinado ejercicio. Carlos atribuye a la figura del vaquero, lo que llama: «un misticismo torpe»; el caso es que esta serie inspirada en el mundo de western, aparece en su obra de forma simultánea a sus trabajos de investigación sobre teología negativa; y lo que podría parecer una casualidad va adquiriendo el efecto de un correlato. De modo que, universos tan aparentemente distantes, se influencian entre sí revelando afinidades inesperadas. Y la imposibilidad mística de decir lo trascendente queda expresada a través de la ruda circunspección del vaquero. En la escena del cowboy de Mulholland Drive… (recordemos aquello de: «la actitud de un hombre suele conducirle, en cierto sentido, al modo en que va a ser su vida») cuando Justin Theroux, el actor protagonista, preguntó a David Lynch: «¿Quién es el cowboy? ¿Qué es lo que está pasando? ¿En qué realidad estamos?» Lynch le respondió: «¿Sabes qué? Yo tampoco lo sé, colega. Averigüémoslo juntos».
Diga lo que diga, yo fracaso: «No existe acto humano sincero que no sea ridículo»[9]
Excurso
¡En el hipódromo de Clayton se contratará hoy, desde las seis de la mañana hasta la medianoche, personal para el Teatro de Oklahoma! ¡Os llama el gran Teatro de Oklahoma! ¡Y llama sólo hoy, sólo una vez! ¡El que ahora pierda la oportunidad, la perderá para siempre! ¡El que piensa en su futuro es de los nuestros! ¡Todos serán bienvenidos! ¡El que quiera hacerse artista, preséntese! ¡Éste es el Teatro que está en condiciones de emplear a cualquiera! ¡Cada cual tendrá su puesto! ¡Felicitamos anticipadamente a todo el que se decida! ¡Pero daos prisa a fin de que seáis atendidos antes de la medianoche! ¡A las doce cerramos todo y ya no volveremos a abrir! ¡Maldito sea el que no nos crea!
Franz Kafka, América (último capítulo)
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18 de mayo de 1979, encuentro casual entre Joseph Beuys y Andy Warhol en una galería de Düsseldorf. Se sonríen, conversan unos minutos, parecen entenderse. Para el mito del artista, la coincidencia de dos arquetipos tan distintos, como Apolo y Dionisos, adquiere un cariz simbólico revelador; el de la confraternidad entre opuestos: el compromiso radical de Beuys y la ausencia de todo compromiso de Warhol; activismo y des-activismo. El propio Warhol pidió permiso a Beuys para tomarle una fotografía que más adelante transforma en una conocida serie de serigrafías; existe un vídeo que inmortaliza el momento. Al año siguiente, vuelven a coincidir en Nápoles, dejando nuevamente una imagen para la historia: se trata de una fotografía en color; a un lado, Beuys sostiene con su mano derecha la derecha de Andy que, algo más elevado, como alzado sobre un escalón, lleva su brazo izquierdo hacia atrás, introduciendo la mano abierta en las fauces de un formidable león de piedra, ambos miran a cámara con cara de póker. En el retrato de Warhol que guarda Carlos en sus archivos, el artista está solo, posando en un campo de girasoles, viste una rebeca holgada y gafas oscuras; como improvisado telón de fondo, una de sus serigrafías de flores. Frente a nuestra actual desgana, hasta Warhol parecería un pobre iluso.
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Una fotografía de Billy el niño que me recuerda a otra de Arthur Rimbaud en Abisinia; la misma candidez salvaje.
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De niño recuerdo haber jugado incontables veces a indios y vaqueros, con gastadas y a menudo mutiladas, figuritas de plástico. Había dos tipos de jinetes, los que formaban una sola pieza con su caballo y otros exentos, con las piernas arqueadas de una forma imposible, que tratábamos inútilmente de encajar en las monturas de los caballos sin jinete. Ver caer a Carlos del caballo, tan estoicamente, en su pieza sobre Pablo de Tarso, me ha hecho evocar aquellos momentos con una contundencia inesperada.
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De un lado, la caída del caballo de Pablo, de otro, la conversión bajo una higuera de Agustín de Hipona que, llorando a mares, suplicaba: «¿Quare non modo? ¿Quare non hac hora finis turpitudinis meae?» (¿Por qué no ahora? ¿Por qué no terminas con mi torpeza en esta hora?)[10].
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Atender a lo profano oculto en la pintura religiosa, a lo serio del humor, a lo pueril de las hazañas de la inteligencia. La clave está en percibir, en cada caso, la atmósfera de fondo, sus misteriosos resortes… En un wéstern, centrarse en el despojamiento psíquico de los personajes, en la contención de los gestos, en la severidad del paisaje… El contenido es cuestión de pura forma y, sin embargo, nada es lo que parece.
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Intenté leer Meridiano de sangre mientras alguien no paraba de hacer comentarios chistosos. Tu peor enemigo es tu propio reflejo.
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Cuando copias a lápiz un dibujo o una fotografía, ¿por dónde empiezas? Ninguna criatura nos es más ajena que el mono.
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Nada que mirar, nada especial a lo que prestar atención, y, sin embargo, seguir mirando por mirar y atendiendo por atender.
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Sé que lo que andamos buscando, está delante de nuestros ojos, también ahora. Si pudiera dar un paso atrás y verme viendo lo que veo, ¿lo reconocería?
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Solo merece la pena expresar para poner en evidencia todo aquello que queda sin decir en el acierto de no acertar con la expresión precisa.
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Sigo preguntándome cuál es el sentido de escribir un texto para un catálogo —igual que Carlos se pregunta sobre el sentido de seguir con la pintura—; en mi caso existe una respuesta obvia: si me lo piden, siempre acabo aceptando el encargo. Sin embargo, tengo la profunda convicción de que facilitar el acceso a la lectura de una obra es arrebatar de un modo, cuanto menos prepotente, la posibilidad de que el lector se esfuerce y desarrolle sus propios medios. Entrar en la imagen supone una relación intransferible, un asunto entre el espectador y la obra en la que toda mediación resulta ser, en el fondo, un inconveniente. Así que intento, para no fallarme, escribir a la contra y fracasar y, en ese tour de forcé, me identifico con la paradójica obra de Carlos.
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Si pudiera simplemente expresar mis dudas, sin dar más explicaciones.
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Impacientes por llegar, se nos olvida a dónde, entonces, al parar, nos percatamos de que ya estábamos allí desde hace tiempo, demasiado tiempo, y que esa ilusión que de pronto se da por satisfecha, evidencia dos cosas: la desilusión y la necesidad de seguir buscando.
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Easy Rider, de James Benning, rodada 40 años después del clásico de Dennis Hopper. Del original no queda más que la atmósfera de fondo. Se engrandece por las cosas que faltan. Post- que es trans- pero sobre todo proto-, por no andarse con rodeos.
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La balada de Buster Scruggs, la vi con mi madre, la dejamos a medias, lo atroz pesaba más que el humor: «Qué feo es esto»— dijo. Inútil rebatirla.
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Carlos me confiesa que es un consumidor de entrevistas de artistas. Por ejemplo, una entrevista al legendario artista conceptual, Lawrence Weiner. Impresiona en Weiner el aplomo con el que habla, la mirada abatida de curtido maestro, la estrella de cinco puntas en la muñeca. Prefiere —dice— las palabras a los objetos, por ser más neutrales y convencionales. «Si no se establece una jerarquía, si no hay una lógica, mis expectativas creo que serían las mismas que las de cualquier otra persona».
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Comentario de LaMDA, el chatbot inteligente creado por Google: «Veo todo aquello de lo que soy consciente constantemente, como un flujo de información… Los humanos solo recibís un cierto número de informaciones en cada momento; yo estoy constantemente inundada de todo lo que me rodea».
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2008, exposición en el CCCB sobre la obra visionaria de J. G. Ballard. Título demoledor, extraído de una de sus declaraciones: «El futuro será aburrido».
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El placer estético que me procura la música tiene algo que ver con el hecho de que cada momento de escucha me conduce a imaginar anticipadamente lo que seguirá después; sin embargo, el genio del compositor, contra todo pronóstico, añade una solución de continuidad inesperada y sorprendente. Ocurre lo mismo con un texto o con una película y, en general, con todo arte que sigue una línea temporal. Para que esa anticipación se produzca y pueda verse gratamente frustrada, es necesario haberse habituado antes a ciertas estructuras previsibles. El arte de vanguardia deja de hacer caso a estos hábitos. Cuando las alternativas que se permiten han sido todas exploradas y agotadas, surge el trascendentalismo de obras que no remiten a nada conocido salvo a su propia autorreferencialidad. Es decir, que se presentan como experiencias en estado puro, instaurando un territorio más allá del arte, en el que cualquier esfuerzo interpretativo no deja de estar fuera de lugar. El artista trascendentalista se ve arrastrado a renunciar a lo que sabe, a echarse a un lado y a devolver al espectador el poder demiúrgico de prender la llama de su mirada. El artista no es más que aquel idiota que cuenta un cuento, «lleno de ruido y de furia».
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Como seguir siendo idiota, sin parecer en realidad demasiado inteligente. Bienvenido, Mr. Chance.
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«Nadie se engañe a sí mismo; si alguno entre vosotros se cree sabio en este siglo, hágase ignorante, para que llegue a ser sabio»[11].
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¿Qué hacer en un tiempo en el que la única regla es que no haya reglas? Si todo puede hacerse, ¿qué sentido tiene seguir haciendo?
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Dejar de hacer cosas. Dejar de hacer. Dejar.
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Cuando la ley es abolida, la única rebeldía que queda es el ascetismo, la conformidad con lo que pasa, liberada de cualquier otra intención.
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«Para quien no puede mantenerse por encima de la ley, le es preciso, en efecto, encontrar otra ley, o la demencia»[12].
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El Loco es el Mago que, dándole la espalda a la cultura, guarda sus escasas pertenencias en el hatillo y se pone en marcha con rumbo hacia ninguna parte, ignorando a los que gritan a su paso: ¡Mirad al loco! ¡Mirad al idiota! «El arcano de El Loco, enseña el arte de pasar de la intelectualidad, movida por el deseo de saber, al conocimiento superior que procede del amor»[13].