Texto de Catálogo. The Searchers, 2023
Shown at Sala Ático, Palacio de los Condes de Gabia, Granada
En un plano general y a doble pantalla, una cámara fija enfoca sincronizadamente un mismo paisaje en el que aparecen un árbol, arbustos y pasto verde. Ladridos de perro, zumbidos de abejas y pasos sobre la hierba son su única banda sonora. Esa escenografía permite que un caballo entre y salga del plano visual, paseándose desnudo y libre. A partir del minuto 2:42 de visión, la cámara de la derecha se emancipa, reproduciendo más de cerca la figura de Carlos Cañadas mientras intenta, delicadamente, montar a pelo el caballo. En ese momento, ambas cámaras van a destiempo mientras Carlos, como jinete, sale y entra del campo visual sin rumbo aparente. De golpe, aparecen uno encima del otro o uno al lado del otro. Uno no sabe hasta qué punto caballo y jinete acuerdan las pausas y los tiempos de monta. Ahora montan, ahora no montan. No existe objetivo aparente y, por lo tanto, ningún conflicto. En un punto de la historia, Carlos se dejar caer, desaparece y reaparece, de nuevo, a pie con el caballo al lado. Abandonan juntos la escena. Realizado en 2020, el documento se llama La Caída y tiene una duración de siete minutos y trece segundos.
Podríamos definir el paisaje como una captura de la naturaleza[1]. Un modo nuestro de ordenar lo salvaje. Una escenografía que disponemos ingenuamente en la que ocurren cosas. Sin nuestra presencia, la naturaleza parece deshabitada y casi inexistente y, con ella, todo lo que contiene. En esa relación figura-fondo, el ser humano intenta no perder su horizonte como eje vertebrador proyectado. Y a pesar de todo, la naturaleza sigue ahí, inhóspita, haciéndonos creer esa jerarquía. Por eso, de vez en cuando, aparecemos en escena con la necesidad de acercarnos a ella para buscarnos. Refugiarnos, sin más, lejos de nuestra manada, esperando que algo suceda o, simplemente, alejándonos de lo que no deseamos ver. Entre la realidad y el deseo aparece Ethan Edwards en 1868. Un hombre solitario que, tras tres años combatiendo en la guerra de Secesión, regresa a Texas a su antiguo hogar. Al llegar allí, se da cuenta de que ya nada le pertenece, de que no encuentra nada de lo que deseaba recuperar. Sentirse fuera del propio paisaje es una sensación que también vive Cicatriz en la película, el jefe piel roja que funciona de contrapunto al personaje protagonista interpretado por John Wayne. Todo un prólogo como posible teaser sobre Centauros del desierto[2], un drama anticipado para un wéstern en el que muchas cosas se dan por sabidas y en el que, a pesar de todo, cualquier tiroteo parece carecer ya de sentido.
Lánguido, callado, perruno, tatuado, apostólico, blanquecino, ensimismado, dispuesto, atemporal… Carlos Cañadas se suma también a esta búsqueda. El tiempo se detiene y nos sentamos en un banco a contemplar. Un alto en el camino que nos lleva a recorrer el espacio a modo de trávelin circular. Un paisaje irregular en el que no hay arbustos, ni montañas rocosas, ni minas abandonadas, ni siquiera ríos con pepitas. Nos rodean imágenes oscuras sobre fondo blanco. No son lienzos propiamente dichos. Las paredes propias de este lugar funcionan como set de una película cuyos personajes aparecen proyectados —unos más activos que otros— a escala 1:1. Hombres con hombres, fragmentados y descontextualizados. Extraños posados. Desconcertadas figuras que son espejos. ¿Tú qué eras, vaquero o indio? No recuerdo haberme disfrazado ni de unos ni de otros pero, al igual que Henry Brandon[3], siempre iba con los indios[4]. Había que elegir pues «tocaba» estar a un lado o a otro. No había matices posibles: o buenos o malos, o vencedores o vencidos, o frágiles o poderosos, o salvajes o adiestrados, o exóticos o colonizadores, o nómadas o sedentarios, o… La verdad es que me fascinaba la libertad de los indios con su cuerpo e indumentaria. Montar a pelo, pintarse, tener nombres que suponían alteridades vinculadas a la experiencia vital, la figura del chamán[5], los tótems, los tipis, las plumas… Esa forma física, esa espiritualidad… «Me parece, quiero creer, que de algún modo somos también lo que deseamos, aunque entre la realidad y el deseo se abran abismos infranqueables»[6]. En cualquier caso, reconozco en mi persona de aquel momento una mirada contradictoria fruto de una identidad no creada y consecuencia de unos determinados modelos imperantes de masculinidad (también la de los indios) construidos desde una mirada colonocinematográfica. Estamos hablando del wéstern, encarnado, sobre todo, por la figura de John Wayne —Jon Vaine, le llamaban mi abuelo y mi padre— unida a la de John Ford, y por las versiones noveladas de Marcial Lafuente Estefanía[7]. Wayne, Ford, Brandon y Estefanía —juntos o revueltos— cabalgaron durante más de treinta años[8]. También desde ese género y más allá de sus colaboraciones con Leone, el propio Eastwood comenzó a despuntar manteniendo, con el tiempo y a su manera, esa extraña rudeza. Ya más adelante, en Texas o en otras partes, Ethan y Joel Cohen, Ang Lee, Jacques Audiard y Jane Campion se sumaron, entre otrxs, a revisar aquello que, precisamente, se callan los protagonistas masculinos de este género cinematográfico. Pero los pistoleros no son solo pistoleros. Se trata de figuras solitarias, incapaces de echar raíces, cuyas hazañas, de algún modo, acaban beneficiándonos. A su manera, contribuyen a mediar y a solucionar problemas ajenos. Ellos parecen no tener. Una suerte de antihéroes que nadie protege pero que, en cierto modo, la sociedad ampara y tolera. Cualquier contratiempo supone, para ellos, un simple alto en el camino en su errante viaje a caballo. Los imagino impasibles, frente a un fuego encendido, pensando en su destino, agudizando su vista y su oido, y luchando contra sus propios miedos. Pero, ¿cómo llega uno a ser pistolero?
En el manuscrito original de The Searchers, Carlos Cañadas determina y describe a varios personajes. Interesantes acotaciones visibles solo en el guion literario (un documento al que el espectador no tiene acceso). La verdadera partitura de la película. La mayoría de ellos son anónimos, susceptibles de representar un repertorio clásico que va mucho más allá del género. Se trata de perfiles atemporales a quienes atañen y afectan, al igual que a nosotros, los procesos y las búsquedas. Nuestro cometido. Se diría que hemos venido a hacer, a decir, a ambas cosas, a ninguna de ellas… Estamos sujetos a un sinsentido de la producción en todas y cada una de las cosas que tenemos entre manos. Todo debe estar justificado y debe tener intención alguna. Se nos exige (nos lo autoexigimos) como profesionales seguir —cual zahorí— alguna veta de agua o de oro. «He llegado a pensar en convertirme en un campesino, simplón y sonriente, provisto de un carácter sano en su forma plúmbea de ver las cosas del mundo»[9], dice Ethan Edwards aún en el banco y mirando el horizonte de esas cuatro paredes. Tras esto, se va sin despedirse por entre el contraluz de las sábanas pintadas. «Las rupturas estéticas están basadas en este caso en la presencia y la borradura»[10].
Tal vez seamos cowboys redimidos, pistoleros solitarios buscando algo que no siempre hallamos y poniendo en valor unas maneras, las nuestras. Tal vez el brillo cegador del oro nos impida encontrar el verdadero sentido a este proceso pues «el arte (…) es un modo de aprender a cómo vivir, de generar situaciones mentales disidentes respecto del flujo habitual de pensamiento, de forma que el objeto (ese oro) pierde relevancia y la sensación adquiere presencia»[11]. Al final, se trata de nuestra capacidad de narrar en voz alta, del significado de jugar a indios y a vaqueros, a vaqueros y a vaqueros, a buscadores y a encontrados… a ser otros.
«Quizá salga a montar. ¿Qué te parece?», dice el sheriff Ed Tom Bell a su mujer tras haberse retirado. «He tenido dos sueños», prosigue este tras un silencio. «Es tiempo para soñar», añade su mujer. «Estaba atravesando las montañas de noche y cruzando aquel terrible desfiladero», irrumpe el sheriff con uno de sus sueños. «Hacía frío y había nieve alrededor. Él (su padre) me adelantaba (a caballo) y seguía adelante sin decir ni siquiera una palabra al pasar. (…) En el sueño, yo sabía que él iba a seguir y a encender una hoguera en medio de la oscuridad y aquel frío. Sabía que cuando yo llegara él estaría allí… Y me desperté»[12]. Quizá esa extraña forma de vida[13] sea la única que sabemos vivir, nuestra verdadera ficción.
Palma, 2023