Texto de Catálogo. Variaciones Dalton, 2023
Shown at La Madraza. Centro de Cultura Contemporánea de la Universidad de Granada
A rose is a rose is a rose is a rose. Gertrude Stein (1913)
A rat is a rat is a rat is a rat. William Burroughs (1959)
Campbell, Campbell, Campbell, Campbell. Michel Foucault (1973)
En 1957, la poeta Wisława Szymborska escribía los siguientes versos: «Nada ocurre dos veces / y no ocurrirá»[1]. De ser esto cierto, tampoco se puede repetir la misma palabra, ni articular la lengua exactamente igual para pronunciarla: no se puede decir lo mismo dos veces. Ni tres. Ni cuatro. Toda copia está condenada a ser un original en su derecho propio y toda repetición será entonces una forma encubierta de producir variaciones. Así, una palabra escrita cuatro veces es en realidad una variación de significaciones de esa misma palabra.
Gertrude Stein parecer tener esto bien presente cuando escribe su famoso y ambiguo verso a principios del siglo XX, acorde a una sensibilidad de vanguardia en donde una especie de eterno retorno de lo mismo nietzscheano deja al descubierto el carácter artificioso del canon de la belleza poética, así como de la estructura del lenguaje. Unas décadas más tarde, la modificación del verso en manos de William Burroughs reflejará el desencanto de toda una generación que buscaba romper con la supuesta corrección de la tradición literaria y alejarse de los preceptos estéticos de lo elevado para abrazar los lodos de lo bajo. Finalmente, en la sentencia posterior de Foucault, belleza y tradición han sido asimiladas y fagocitadas por la industria capitalista en una sociedad del consumo en donde el producto va más allá de cualquier criterio estético-moral. No es baladí que el pensador francés decidiese terminar su ensayo sobre Magritte con esta sugerente alusión a Warhol, pues si algo nos enseñó nuestro querido antihéroe pop es que, en efecto, nada ocurre dos veces. Por mucho que quisiera repetir la misma Marilyn o el mismo Elvis hasta la extenuación, el artista estadounidense sabía de sobra que el mercado había hecho de sus figuras una reliquia inagotable, porque cada repetición es única en sí misma; en cada copia o apropiación algo se pierde, algo se mantiene y algo nace. Warhol lo sabía: toda repetición está condenada a existir como variación.
Por aquel entonces, los medios de producción tanto artísticos como industriales trabajaron mediante una recuperación de técnicas y motivos que demostraban constantemente que toda la cultura occidental era una variación interminable de los mismos temas. Roland Barthes lo sugirió en diversas ocasiones, no sólo en su famosa definición de la cultura como «mosaico de citas», sino complejizando estas ideas para abordar otros aspectos como el tiempo y la significación: la repetición no es una tautología sin importancia sino el modo principal de generar sentido y, con este, temporalidad[2]. Esto nos lleva a recordar que el capitalismo no será tanto el creador responsable de este orden del discurso, sino la evidencia hipertrófica de que la cultura siempre ha funcionado así —más aún si tenemos en cuenta su circulación primigenia a través de la oralidad—. Ante la idea barthesiana de tomar la repetición como vehículo explosivo (hacia fuera) para construir una tipología de las culturas, encontramos la posibilidad de aplicar su pensamiento de forma implosiva (hacia dentro): dentro de cada nicho cultural puede trazarse toda una cartografía de variaciones.
Dentro de cada autor, cada obra y cada artefacto cultural, las ideas se materializan y se solapan formando un torbellino bulímico de los mismos tropos. Esto es palpable en figuras como Roberto Bolaño, que se desenvuelve en un mundo metaliterario en el que inventa personajes que son autores ficcionales al mismo tiempo que reinventa otros tantos existentes. Este universo en crisis, donde la identidad se ve constantemente desplazada, se cristaliza en un repertorio de «pobres diablos»[3] que no consiguen adaptarse ni asentarse en un mundo hostil (epistemológica, ontológica y metafísicamente hablando), convergiendo en la emblemática figura del poeta. Para el escritor chileno, el poeta podría constituirse como un doble perdedor: por su derrota en la batalla de la literatura y por su incapacidad para situarse en una tradición literaria estable.
Esta idea del poeta frustrado a la deriva se materializa popularmente en los vaqueros del Lejano Oeste, más concretamente en los forajidos del género western que, a diferencia del héroe protagonista, ven sus malévolos esfuerzos constantemente boicoteados. Tomemos a los Hermanos Dalton, por ejemplo. La banda criminal de Missouri, famosa por sus exitosos atracos a bancos y trenes a finales del siglo XIX, fue apropiada —esto es, sometida a una variación— por los historietistas belgas Maurice de Bévère y René Goscinny, convirtiéndola en 1951 en el enemigo principal de Lucky Luke, protagonista de sus viñetas homónimas. En la página impresa, estos cuatro hermanos son una variación de un mismo diseño de personaje que se repite tomando la estatura como único atributo cambiante: el más bajo es el más peligroso pero el más inteligente, y así van ascendiendo como una suerte de matrioska pop hasta llegar al más alto, el más inofensivo y estúpido. Al mismo tiempo, los Dalton están diseñados como otra variación más del cowboy como arquetipo en donde se condensan los miedos y fantasías del Sueño Americano, hace ya tiempo desmantelados y superados. También son una variación de otros tantos personajes de la Antigüedad como el héroe solitario de los mitos grecorromanos. Por último y por si fuera poco, los Dalton del cómic son totalmente incapaces de alcanzar el éxito, en oposición al cuarteto original de criminales de Missouri. Así, los cuatro forajidos se presentan como la convergencia paradigmática de la variación como modo de producción y subjetivación, la identidad como ficción nómada y el poeta como perdedor.
Alejados de toda trascendencia, los Dalton son cuatro como lo son las rosas de Stein, las ratas de Burroughs y las latas de sopa que Foucault toma de Warhol. El cuatro parece ser la cifra ideal para representar la temporalidad de la variación, ya que escapa (por poco) de la mística que envuelve al tres, históricamente asociado con ideas como la Santa Trinidad, el triángulo de Nicolás de Cusa o las Tres Gracias. Incluso el tríptico, ese formato pictórico que enfatiza su significación mediante una repetición divina, queda anulado cuando se le añade una cuarta pieza, que ya parece acercarse peligrosamente al exceso narrativo. Los Dalton como variación o las variaciones Dalton aparecen como una construcción artificiosa condenada a desvelar su condición de variación, como un cuadríptico que agota cualquier posibilidad de trascendencia para metabolizarla en frustración a través de su envoltorio anti-sacro. Los cuatro hermanos permanecen hieráticos, desencantados mientras observan una realidad camaleónica que fluctúa vertiginosamente. Como artefacto cultural, están condenados al inmovilismo en este viaje alucinógeno, una suerte de versión ácida del spaghetti western en donde el vaquero se convierte en ese yonqui que se pasa horas mirando fijamente la punta de su zapato mientras todo palpita a su alrededor.
El drogadicto es, al igual que el poeta y el forajido, otro de esos pobres diablos condenados a vagar por diferentes esferas de realidad sin encontrar un lugar donde asentarse. El adicto «considera su cuerpo impersonalmente, como un instrumento para absorber el medio en el que vive», viviendo a través de la lentitud termodinámica de la droga que parece experimentarse a través de impresiones sensitivas que se agitan como «una vida furtiva y temblorosa», cargada de destellos extremos de belleza, nostalgia y dolor[4]. Tal y como sucede con otras hemorragias pictóricas como las mujeres exorcizadas de Willem de Kooning o las enfermeras anuladas de Richard Prince, los forajidos se disuelven y se impersonalizan mediante su exteriorización mimética en un espacio que ya no sólo les rodea, sino que les atraviesa. Pero, a diferencia de las obras de Prince y de Kooning en donde la feminidad se desenvuelve mediante anulaciones de la Marilyn prototípica y la frustración del objeto de deseo, los Dalton están diseñados como una broma masculina donde la frustración es el objeto de deseo.
Y en mitad de este caos lisérgico-pop, nuestros pobres antihéroes intercambian bromas maquilladas de reflexiones artísticas profundas e inconexas, sin mirarse siquiera entre ellos: ya no quieren ser poetas, quieren alcanzar la (in)deseable figura del artista-crítico. Los Dalton y sus variaciones canibalizan la poesía macho del Lejano Oeste para convertirla en la verborrea de la crítica institucional, la crisis del autor, las problemáticas del proceso creativo y otros discursos reprimidos del mundo del arte. Sus bocas cerradas lanzan (auto)críticas como balas mientras permanecen impasibles desde su posición privilegiada del inmovilismo, vistiendo su envoltura de perdedor esmaltado con el barniz de la vagancia —el propio Bolaño tenía una tarjeta de presentación en la que figuraba su nombre y dirección con el subtítulo de «Poeta y vago»—, trabajando con la propuesta de Carlos Cañadas del no-hacer como práctica artística[5]. Desde su actitud de perdedor (poeta, artista, forajido, adicto), el pobre diablo desvela su carácter cínico como «aquel que sabe que sus creencias son falsas o ideológicas, pero sin embargo se aferra a ellas movido por la autoprotección, como una manera de afrontar las contradictorias demandas que se le formulan»[6]. En una vida que transcurre de forma furtiva y temblorosa, como decía Burroughs, la deriva y el rechazo desembocan en un cinismo protector que es, en última instancia, una ideología blindada de humor.
Cuando todas las variaciones tratan de hablar, sus palabras corren el riesgo de fundirse en una masa de ruido. En boca de los Dalton, los statements de artista se ven reducidos a una suerte de chiste existencial, confeccionando un discurso paródico que se convierte en el equivalente al spam digital en el mundo del arte, ese caudal «repleto de una jerga grandilocuente y vacía, a menudo tomada de malas traducciones de la filosofía continental»[7]. El chiste, con su lógica subversiva y su dinámica basada en la oralidad, es otro artefacto cultural que se construye a través de las direcciones y temporalidades de la variación: no parece tener un original ni un origen fijo, se cuenta y recuenta de mil formas distintas, con leves variaciones, aunque siempre termine siendo el mismo chiste. El forajido se convierte así en un poeta-artista-crítico que habla desde un inmovilismo alucinado, desde el cinismo y la frustración autoconscientes, cansado de ser siempre el malo de la película, el inadaptado en la tradición.
Quizás los Dalton se cuenten chistes meta-artísticos entre ellos sin cruzar sus miradas para no romper a llorar, para no toparse con el rostro del otro ni recordarse a sí mismos que tan sólo son variaciones de un artefacto cultural desgastado hace ya mucho tiempo. Tal vez escuchen las melodías de Glenn Gould, ese pobre diablo a la deriva en una tradición tan impecable como la de la música clásica. Ese inadaptado que se presentaba en los conciertos cargado de somníferos, medicamentos para la circulación y píldoras contra el catarro; ese pobre diablo que siempre llevaba su propia silla para sentarse al piano a ras del teclado; ese pobre diablo que tocaba siempre de memoria sin usar partitura, tarareando las melodías en todas sus grabaciones; ese pobre diablo que pasó la mayor parte de su vida en soledad, prefiriendo a Bach mucho antes que a Mozart por no tener éste «sentido de la variación»; ese pobre diablo que siempre llevaba guantes, incluso en verano cuando nadaba con sus brazos enfundados en largos guantes de caucho; ese pobre diablo que, pese a todo, tuvo que repetir en varias entrevistas: «Me río al escuchar a la gente decir que soy un excéntrico»[8]. Quizás tenía razón Burroughs cuando dijo que los adictos, como otros tantos pobres diablos, son personas tristemente cuerdas.